Un policía de barrio…


Elena Valero Narváez


La muerte del teniente Aldo Roberto Garrido, un policía “de a pie”, ha entristecido a la comunidad del partido de San Isidro por ser muy estimado y respetado.
Estábamos acostumbrados a verlo caminar, incansable, por las calles del centro de ese distrito, saludando, sonriente, a todos los que se le cruzaban en su camino. Servicial, atento, nos llamaba a muchos por el nombre y ayudaba al que lo solicitaba, siempre cumpliendo con su deber.
Lo asesinó una pareja de ladrones, de dos tiros en el estómago, mientras forcejeaba por defender a dos empleadas y fue ultimado de otro disparo por la espalda. Garrido era muy buen policía y una gran persona: todos los días mostraba su alegría de vivir haciendo lo que realmente le gustaba.
Lo despidió la gente, con lágrimas, flores, y hasta con una poesía. Era parte del paisaje sanisidrense, a nadie se le ocurría pensar que podría morir en el desempeño de su profesión. ¿Quién iba a matar a un policía que trataba de disuadir al ladrón cuando lo pescaba con las manos en la masa, le daba de comer a los chicos que tenían hambre y hasta les compraba zapatillas?
La Catedral de San Isidro se llenó de gente apesadumbrada en una misa en su nombre, lo despidió la bandera a media asta, en el mástil de la calle Belgrano, y hasta el dueño del quiosco de flores las regalaba para rendirle homenaje. Aplaudieron y tocaron reverencialmente su ataúd en señal de despedida, todos los que conocían y apreciaban a Aldo Garrido, un policía ejemplar.
No lo veremos más patrullando las calles céntricas de San Isidro. Tal vez, la calurosa manifestación de quienes lo apreciaban, sirva para que, como en Montevideo, se dote a cada comisaría de varios policías comunitarios. En la ciudad del país vecino, se ha implementado un programa basado en policías de barrio para ayudar a generar confianza, como lo hacía Garrido. La gente se anima a hacer denuncias cuando el policía es conocido y merece respeto.
¿Por qué se han multiplicado los delitos, los robos, donde el delincuente no se limita al hurto sino que hiere o mata?.
Los crímenes, secuestros, violaciones, robos, cada vez más frecuentes, la cantidad de delitos que permanecen sin esclarecimiento y los delincuentes dejados en libertad por ser menores, nos ofrecen, a diario, un ambiente cada vez mas inseguro.
Los ciudadanos pretendemos vivir en un estado de derecho, donde impere una ley basada en principios éticos, y donde el Estado, por definición monopolizador de la violencia, nos proteja de la barbarie y de la delincuencia.
Sabemos que el delito es parte de las grandes urbes. Pero, en nuestro país, el problema se agrava porque no hay decisión política para encarar, con responsabilidad, el tema de la inseguridad, aunque es uno de los mayores reclamos de la sociedad.
La muerte del amigo Garrido muestra la orfandad en que se halla uno de los grupos armados, institucionalizados, destinado a guardar el orden interno.
En la sociedad de alta complejidad, a la que pertenecemos, no es posible vivir seguro sin una policía sumamente preparada y equipada. Garrido, como muchos otros policías, se debe haber comprado su propio uniforme y dio la vida por un sueldo que a duras penas le hubiera ayudado a solventar a su familia, si hubiera tenido hijos.
Las personas pierden el respeto a la institución policial porque se enteran de algún acto arbitrario en el que han tenido participación efectivos de esa fuerza. Olvidan, que todos, individuos, grupos, e instituciones de cualquier tipo, las cometen con diferencias, por supuesto, de grado.
Combatir la delincuencia es el deber, desde el punto de vista ético y práctico, de quienes ejercen el poder.
Reducir la arbitrariedad al mínimo, debe ser una de las metas fundamentales y hacia ella deben encaminarse las acciones.
Pero, si queremos lograr el orden, sin el cual no es posible vivir en sociedad, y vivir más seguros y protegidos, debemos comenzar por exigir que mejore el sistema político al cual se sujeta el tipo de policía. De cómo es éste depende la disminución de todos los tipos de delincuencia.
El poder político es el que le debe dar la cuota justa de poder a los guardianes del orden para que no se excedan en sus funciones y tampoco disminuya su rendimiento provocando, como sucede hoy, el aumento de la violencia no institucional.
Combatir el delito no es tarea fácil y menos en una sociedad democrática donde la socialización interna es, por lo común, débil. Se precisa, más, del control externo para que se cumplan las normas. Es por eso que la policía debe tener el suficiente poder para lograr cumplir esa misión. Con policía endeble no es posible el control social. Es dura la tarea de la policía: implica muchas veces problemas psicológicos y físicos para sus miembros.
Los ciudadanos tenemos la suerte de vivir en una sociedad moderna, con normas conocidas por todos y sabemos sobre los castigos, a los cuales nos exponemos si no las cumplimos. Además se nos explican las sanciones, no son arbitrarias, responden a un derecho codificado.
Las fuerzas de seguridad deberían tener un trato diferencial, distinguiendo a las personas que obran correctamente, dentro de la ley, de los delincuentes que la transgreden poniendo en peligro su propia vida y la de los ciudadanos, como se hace en los países más civilizados del mundo.
Escuché a las autoridades de la provincia de Buenos Aires tratar de salir indemnes ante la muerte de un gran policía y ante las quejas de los vecinos por el aumento del delito. Dijeron que era la meta más importante disminuir la delincuencia. Esperamos se haya dejado de considerar la inseguridad como a una simple sensación de los vecinos. Además, pedimos, a quienes reclaman por los derechos humanos de los asesinos, también lo hagan por los derechos humanos de las víctimas.

Elena Valero Narváez. (Autora de "El Crepúsculo Argentino" LUMIERE. 2006
evaleronarvaez@hotmail.com

En una democracia, nadie es insustituible…

Elena Valero Narváez

La reunión del jefe de gobierno porteño, Mauricio Macrí, con los diputados peronistas disidentes, Felipe Solá y Francisco de Narváez, responde a una alianza electoral. Juntos se arrojan a competir en los comicios legislativos de octubre.

Felipe Solá, ha encontrado un espacio después de alejarse del Frente para la Victoria. Pretende, encabezar la lista de diputados nacionales pero no cuenta con el consentimiento de Francisco De Narváez, quien no quiere ceder un espacio ganado con dedicación y esfuerzo. Se puede llegar a dirimir el conflicto mediante la sugerencia de éste último: una elección interna.

El solo hecho de pensar en esta posibilidad, permite concebir la idea de retomar la vida partidaria democrática. Sería posible, de esta manera, insuflar una dosis de confianza en la política, después de terribles años de pisoteo a las instituciones.

Desde varios sectores se está predicando contra el clientelismo y las dádivas, como recurso para atraer votos y, otras prácticas, que envician las elecciones y el sistema político en general.

La solicitud de De Narváez podría representar un cambio saludable en la elección de candidatos. Las elecciones internas evitarían las enervantes peleas, por los puestos, y se ocuparía el tiempo en algo más útil.

Si continúa la tendencia hacia un sistema de alianzas y se logra que sean estables, podríamos acercar el multipartidismo a un régimen bipartidista o de tres partidos como máximo..

El problema reside en que la heterogeneidad que caracteriza a las alianzas, le quita la disciplina que define mejor a un partido unificado. Hemos visto en la experiencia nefasta de La Alianza, las intrigas que debilitaron y volvieron impotente la acción del gobierno de Fernando De la Rua. Por lo general, el problema es la inestabilidad, producto de la falta de orden, típico de partidos coaligados.

El gobierno kirchnerista, se siente como pez en el agua, cuando aprovecha la debilidad de la oposición. Le sirve para incentivar las rivalidades entre los políticos y de esa manera lograr revertir o disgregar las alianzas.

La existencia de múltiples partidos ha aumentado el poder del Ejecutivo. Vemos a la presidente repetir que si la oposición se opone a sus medidas, antes de criticar, debe ganar las elecciones. Se siente “elegida” por la mayoría, personalidad independiente de cualquier partido y autorizada para decidir los destinos de La República, sin consultar ni escuchar a nadie.

En realidad, la oposición que ocupa el lugar más destacado no está en los partidos, sino dentro del gobierno mismo, lo vemos, claramente, en el caso de la figura del vicepresidente, Cobos.

Las conversaciones de Macri con Felipe Solá y Francisco De Narváez podrían delinear, poco a apoco, si tenemos presente a la Coalición Cívica, un reacomodamiento de la oposición que nos llevara al 2011, con menos partidos y con más identificación de principios y valores partidarios.

Si se formara un sistema de partidos tendiente al bipartidismo, se aseguraría, la moderación de la oposición, además de mayor coherencia ideológica. Permitiría, una oposición unificada proclive a similares puntos de vista, a claridad de objetivos y por ello, a la eficacia en el debate y resolución de los problemas. También ahuyentaría la posibilidad de darle tanta importancia a los sindicatos o corporaciones y a las demandas de neto tinte populista y corporativista.

La seguridad de que se puede ser la alternativa en el poder conduce, como bien dicen los expertos en el tema electoral, a la disminución de propuestas demagógicas imposibles de cumplir. El solo hecho de aspirar, con posibilidades a la alternancia en el poder, incentiva promesas electorales mas realistas que la de partidos imposibilitados de llegar. Éstos destilan demagogia y críticas exacerbadas.

Tal vez, hastiados de la crisis institucional en que nos ha sumido el kirchnerato, comencemos a respetar el marco democrático, la libertad de expresión de las minorías y elecciones libres sin fraude ni triquiñuelas.

Sería deseable que los partidos en formación, acepten las reglas establecidas para que puedan subsistir, sin que ninguno aspire a convertirse en partido único. La manera de lograrlo, sería, un pacto tácito que admita el respeto a la oposición y a las formas democráticas y una política económica que promueva mejorar el nivel de vida. De ésta manera, podríamos contar con ciudadanos dispuestos a rechazar a políticos populistas. Estos tienen éxito cuando los partidos democráticos no aciertan en el rumbo y llevan a los ciudadanos a crisis políticas y económicas. La utopía, en este caso, se convierte en la búsqueda del paraíso en la tierra. No falta, entonces, la aparición de “los salvadores” como bien lo muestra nuestra historia pasada y reciente.

Es el momento propicio para que los líderes políticos demuestren generosidad y se acepten mutuamente. En vez de generar desconfianza en la sociedad hacia los candidatos de signo político contrario, debieran ayudarse a fortalecer las alianzas que se están formando, para competir en las próximas elecciones. De esa actitud, depende la derrota del kirchnerismo en las urnas. Ya vendrá el tiempo de competir por las preferencias de la gente.

La importancia de una oposición con coherencia ideológica y programas de gobierno que puedan ser explicados, claramente, darían confianza a la ciudadanía ávida de transparencia y de políticas estables.

El papel fundamental de la oposición es el de la crítica a los actos de gobierno, para que se cambie el rumbo, si las medidas gubernamentales comprometen la estabilidad política o económica. Todos debiéramos saberlo.

No es cuestión de votar en contra de los Kirchner, aunque su manera de actuar nos exalte y moleste, la opción tiene que dirigirse hacia la búsqueda de políticos alejados del populismo, que encaren con responsabilidad el gobierno de la República. En este punto, recuerdo a Karl Popper: “…la tradición de la discusión racional crea, en el campo político, la tradición de gobernar mediante la discusión y, con ella, el hábito de escuchar el punto de vista del otro…”

Es de esperar que pocos partidos, sintonizados en los reales problemas que están comprometiendo el futuro del país, nos permitan tener cada vez mejores opciones cuando debamos emitir nuestro voto.

Elena Valero Narváez. Autora de “El Crepúsculo Argentino”.LUMIERE. (2006)
evaleronarvaez@hotmail.com

El abusivo poder sindical

Elena Valero Narváez

El Ministerio de Trabajo otorgó, al sindicato de camioneros, liderado por Hugo Moyano, la distribución de periódicos y revistas. Éste acuerdo, ha puesto en estado de alerta a la Asociación de Editores de diarios. Hace unos pocos meses, activistas del sindicato de Moyano, reclamaron el acuerdo en forma violenta: bloquearon las plantas impresoras de La Nación y Clarín.
Por otro lado, trabajadores de la UTA (Tranviarios Automotor), liderados por ex delegados, se enfrentaron en la Estación Congreso de Tucumán, resultando heridos seis trabajadores del sector. A golpes intentaban formar un sindicato paralelo.
Sindicato, no es el que está manejado por el gobierno, sino, el que tiene la suficiente autonomía para representar libremente a los trabajadores. La democracia es el ámbito favorable para que esto suceda.
La historia argentina demuestra que desde la institucionalización del sindicalismo, en el año 1945, salvo en los gobiernos de Perón, cuando los lideres sindicales respondían fielmente a sus designios, el sindicalismo es y fue un factor poderoso de poder. Vemos la debilidad de los partidos frente al patoterismo sindical consciente de su poder de movilización y de los recursos que les proporciona el manejo de los fondos gremiales.
Los líderes sindicales aún no aciertan a entender la conveniencia de luchar por la vigencia de un sistema democrático., sin el cual, el control del estado se acrecienta hasta el punto de convertir, a los sindicatos, en un instrumento del gobierno, sin ninguna autonomía. Juan Domingo Perón se las quitó, dejándolos incapacitados para tomar decisiones propias si afectaban alguno de sus planes.
Los utilizó para amenazar o coaccionar a instituciones, partidos políticos, Iglesia, empresarios y a las Fuerzas Armadas, además de fiscalizar a los trabajadores. Las huelgas que se producían debían ser favorables a la política de Perón o eran declaradas ilegales y sus lideres perseguidos.
Con La Revolución Libertadora el sindicalismo recuperó su autonomía respecto del estado, los líderes sindicales lucharon por alcanzar los cargos, se efectuaron otra vez elecciones.
En la presidencia de Frondizi, aunque no pierden su autonomía, el gobierno debe implantar nuevamente -había sido suprimida por la Revolución Libertadora- la ley de asociaciones profesionales, copia de la Ley sindical italiana de 1926. Había sido un regalo de Perón cuando con ella institucionaliza el sindicalismo, en 1945. Otorga personería jurídica a un solo sindicato, por rama de producción. Frondizi establece, otra vez., el sindicato único, por el compromiso con Perón que lo lleva a la presidencia.
La CGT y los sindicatos peronistas fueron una de las causas determinantes del golpe que derrocó a Illia a quien hostilizaron sin descanso pese al estilo democrático del gobierno.
Cuando Perón regresa, en 1973, no solo hace sancionar nuevamente la ley de sindicato único sino que incluye un fuero sindical que concedía inmunidades a las organizaciones y a sus líderes: violaba la Constitución Nacional.
Sin la tutela de Perón la dirigencia sindical tomó funciones políticas aprovechando y aumentando la debilidad de los partidos. Amenazó, conciente de su poder, a todos los gobiernos, incluido el actual.
Los conflictos se siguen resolviendo como desde 1955: entre el gobierno y los sindicatos. Mientras, la relación con los empresarios continúa sumamente acotada.
Presionan directamente sobre el gobierno y otros grupos sociales. Se los adula y beneficia, provocando el aumento, cada vez mayor, de las expectativas. No se los puede dejar de tener en cuenta. Cada día piden más.

La invitación de nuestra presidente a Hugo Moyano en su viaje a España, y las continuas negociaciones del gobierno con él, temeroso de su fuerza ante la crisis, indican claramente la capacidad de coacción que aún tiene el sindicalismo en la Argentina. Obliga, no solo a la concesión de mayores reivindicaciones para los obreros, también a privilegios personales.
No hemos podido superar el tinte corporativista que le dio Perón a la sociedad argentina.
La democracia permite que el gobierno ejerza el control sobre las reglas, que garantizan la autonomía y libertad sindical. Pero, sin orden, la democracia se diluye. La paz social depende, en gran medida, de la responsabilidad de individuos y grupos. La dirigencia sindical, ante la crisis actual, no alcanza a darse cuenta que si se provoca desordenes sociales, la democracia como los sindicatos desaparecen.
Los conflictos sociales que en la democracia se manifiestan encuadrados en reglas a las que se debe acatar, en las dictaduras o totalitarismos se los mantiene latentes y se prohíbe su expresión.
Desde la alianza de los sindicatos con Perón, el sindicalismo no ha dejado de reclamar concesiones al estado y apoyar las estatizaciones. Se ha hecho fuerte, más que los partidos y el poder político, al que reclaman participación.
La libertad sindical no le conviene al gobierno, como es historia antigua, la centralización del sindicalismo le permite utilizar el aparato burocrático, para sus fines políticos, con más vigor.
Si observamos la necesidad del gobierno de llevar a Moyano, en su viaje a Europa, se transparenta que después del liderazgo indiscutido de Perón, la elite gremial, sigue con su manejo de presionar al poder político y a la sociedad, con exigencias inmoderadas. Es la herencia de la prédica que socializó en la creencia de un estado paternalista que debe darles todo.
Hoy, los sindicatos son, todavía, uno de los principales factores a considerar si se quiere encontrar las razones de la dificultad de afirmar el sistema de partidos y de mejorar la economía en Argentina.

Elena Valero Narváez. Autora de “El Crepúsculo Argentino”. Lumiere.2006
evaleronarvaez@hotmail.com