Marx y la "cuestión judía" 1

Eduardo Robredo Zugasti

El pequeño ensayo de Carlos Marx Sobre la cuestión judía, escrito antes de la revolución europea de 1848, forma parte de una controversia general sobre el nuevo papel que debería jugar el socialismo en su lucha para “emanciparse” del liberalismo y del Estado Burgués. En particular, el texto de Marx responde a los ensayos que Bruno Bauer (Die judenfrage. Braunschweig,Die Fähigkeit der heutigen juden und Christen, frel zu werde)consagró a la “cuestión judía”, y que publicó en 1843. Si Bauer se opuso a la emancipación política de los judíos, que entendía como obstáculos reaccionarios para la construcción del “racional” Estado prusiano, Marx añade, en lo que resulta más destacable del trabajo, “una distinción crucial entre emancipación política y emancipación humana o social”.

El marxismo parece siempre presentar un rostro jánico, bifronte. Habitualmente suele distinguirse entre un marxismo popular (el de los panfletos, las tabernas, las pancartas &c) y un marxismo académico, el Marx sublime custodiado en los textos mismos (las “ipsissima verba”) accesible sólo a una pequeña colección de analistas académicamente legitimados, o bien de un conjunto de intérpretes políticamente autorizados, desde la Nomenklatura o el Partido. Otra distinción habitual queda establecida entre el joven Marx, peculiarmente condensado en los Manuscritos, y el Marx maduro, de El Capital (según las teorías del “corte epistemológico”, por ejemplo). Cuando tratamos de la “cuestión judía”, no faltan hermeneutas marxianos que establecen un nuevo corte. Por ejemplo, Savas Michael–Matsas dice, acerca de estos tempranos escritos, que no representan “una verdad eterna y final. No son aun siquiera ‘completamente marxistas’, en el sentido de que Marx mismo estaba todavía en el camino de romper sus ataduras con los hegelianos de izquierda y otros demócratas radicales, superando el Sistema en una dirección nueva y nunca vista hasta el momento: el Comunismo basado en la dialéctica revolucionaria y en la concepción materialista de la historia”.


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1 Publicado originalmente en Una máquina de Coca-Cola en el Reichstag, http://maquinareichstag.blogspot.com


A mi juicio, estas distinciones habituales (marxismo joven y maduro, vulgar y académico) no son demasiado fiables. Ni existe tanta distancia como a los marxistas sofisticados les gusta suponer entre el Marx vulgar y el de la Academia; ni entre el de los Manuscritos y el de El Capital, ni tampoco en el caso que nos ocupa. En realidad, Sobre la cuestión judía es uno de los textos más cristalinos de la producción marxiana, que contiene una teoría bastante completa sobre la “emancipación humana”, al fín y al cabo un pilar fundamental para sustentar la doctrina del de Treveris.

Esta nueva forma de emancipación se asienta en la crítica de las ideas de Bauer. Marx reprocha a éste haber detenido su análisis sobre la liberación de los judíos en el ámbito de la emancipación política: “deberíais laborar (les exhorta Bauer a los judíos) por la emancipación política de Alemania y, como hombres, por la emancipación humana”. La emancipación política, en cambio, es para Marx sólo una parte del progreso espiritual y material del hombre. “Sólo cuando el hombre individual real recobra en sí al ciudadano abstracto y se convierte, como hombre individual, en ser genérico, en su trabajo individual y en sus relaciones individuales; sólo cuando el hombre ha reconocido y organizado sus “forces propes” como fuerzas sociales y cuando por tanto, no desglosa ya de sí la fuerza social bajo la forma de fuerza política, sólo entonces se lleva a cabo la emancipación humana”.

¿Cuáles son los obstáculos objetivos para esta emancipación? En primer lugar, la contradicción entre las ideas políticas de las distintas religiones, en segundo, la contradicción entre Religión y Estado. No sólo la existencia del judaísmo, sino del cristianismo y, genéricamente hablando, de toda religión, plantea una antítesis entre el Estado y la Religión. El único modo de resolver las antítesis propiamente religiosas (entre cristianismo y judaísmo) es abolir la religión, puesto que ambas no son más que “diferentes fases de desarrollo del espíritu humano”. El judío ha de ser emancipado, pero no como judío, sino como ciudadano del Estado Universal. Esto es lo que exige la construcción del estado revolucionario. La libertad legal, cuya norma es la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos, supera todas las escisiones y privilegios anteriores, incluido el religioso. Se exige que el judío abandone el judaísmo, y que el hombre en general abandone toda religión, puesto que esta es la condición esencial de la emancipación a través de la ciudadanía: “La emancipación política del judío, del cristiano y del hombre religioso en general es la emancipación del Estado del judaísmo, del cristianismo y en general de la religión”.

El estado que presupone una religión no es aún un Estado real. Por ello, según estima Marx, en Alemania no existe todavía un Estado propiamente tal, sino un casi-Estado, un “estado cristiano”. Marx reconoce que, en EE.UU, a diferencia de en Francia, la construcción del estado constitucional no se ha logrado en lucha con la religión. Sin embargo, la religión sigue siendo un defecto. Nos encontramos, en consecuencia, con un problema teórico de primera importancia, el problema de la posibilidad de un “Estado confesional” en el que la identidad de la religión y el estado sea perfecta; es decir, la posibilidad de un estado confesional cristiano (no así el estado islámico, en donde no hay separación de poderes temporales sino una supuesta “espiritualidad política”, por usar el sintagma foucaultiano). Pero, por mucho que el Estado pretenda identificarse con la Religión (católica-cristiana), la religión (católica) nunca podrá aceptar esta identidad compatible con sus verdades teológicas, al menos según el pensamiento cristiano tradicional, bien recogido en la teoría agustiniana sobre las “dos ciudades” de san Agustín.

He aquí un punto clave de la argumentación: La emancipación política de la religión no es la emancipación de la religión, porque la emancipación política no se confunde con la emancipación humana en total. El Estado puede alcanzar su libertad sin que por ello el Hombre sea libre. El estado es, al menos sobre el papel inmaculado de la teoría, un Medio para la libertad: “El estado es el mediador entre el hombre y la libertad del hombre”. El materialismo ateo de Marx no le permite reconocer verdadera libertad en el hombre como cristiano, como judío, o como budista, es decir, como hombre religioso. La religión es un capítulo histórico de la servidumbre, una de las “pieles de serpiente” de la esclavitud humana.

Marx habla, con ecos hegelianos, de la “elevación política” del hombre. Esta “elevación” llega incluso a suprimir dialécticamente la propiedad privada. Esto es, “el hombre declara la propiedad privada como abolida de un modo político cuando suprime el censo de fortuna para el derecho de sufragio (…) ¿Acaso no se suprime idealmente la propiedad privada, cuando el desposeído se convierte en legislador de los que poseen? El censo de fortuna es la última forma política de reconocimiento de la propiedad privada”. La propiedad no es, en consecuencia, una producción del estado (al menos del Estado por excelencia, del Estado racional): “la anulación política de la propiedad privada no sólo no destruye la propiedad privada, sino que, lejos de ella, la presupone.” La propiedad privada es para el Marx de Sobre la cuestión judía, ¡una institución prepolítica!

Marx entiende que dentro del “Estado político acabado” el hombre alcanza la vida genérica, universal, por oposición a su vida material, sensible e individual. En cambio, dentro del estado burgués el ser del hombre aparece escindido en dos mitades; por un lado la comunidad política, donde aparece como ser colectivo, genérico, universal; y por otro la sociedad civil, en donde el hombre aparece como ser particular, individual, profano, e incluso “carente de verdad”. Este es el hombre como mero bourgeois. Como el judío, éste sólo se mantiene “sofísticamente” en el Estado. El comerciante es un trasunto del hombre religioso. Marx contempla, en consecuencia, una profunda contradicción entre el Hombre Religioso y el Hombre como ciudadano; el bougeois y el citoyen. La sociedad política se encuentra radicalmente divorciada de la sociedad burguesa. En la sociedad burguesa se trata del egoísmo, del capricho privado, de la pura arbitrariedad, del bellum omnium contra omnes, del hombre separado de sí mismo (el “sí mismo” que Marx sitúa en la comunidad), de lo que “originariamente era”. He aquí la antropología filosófica de Marx, su idea del Hombre: La esencia del hombre es la comunalidad. Pero ¿desconoce Marx que lo que originariamente era el hombre no era nada distinto de una banda de pitecántropos?

Marx, en suma, se lamenta de que el Estado Revolucionario no cumple con su misión emancipadora. No destruye la individualidad, sino que la re-construye dando un largo rodeo, al final del proceso. La Nación Política regresa a la propiedad privada, a la religión…en suma, a la sociedad burguesa, a la vida individual que Marx rechaza como contraria a la vida auténtica del hombre, la vida “genérica”, comunitaria:

“Es cierto que en las épocas en que el Estado político brota violentamente como Estado político, del seno de la sociedad burguesa, en que la autoliberación humana aspira a llevarse a cabo bajo la forma de autoliberación política, el Estado puede y debe avanzar hasta la abolición de la religión, hasta su destrucción, pero sólo como avanza hasta la abolición de la propiedad privada, hasta las tasas máximas, hasta la confiscación, hasta el impuesto progresivo, como avanza hasta la abolición de la vida, hasta la guillotina. En los momentos de su amor propio especial, la vida política trata de aplastar a lo que es su premisa, la sociedad burguesa, y sus elementos, y a constituirse en la vida genérica real del hombre, exenta de contradicciones. Sólo puede conseguirlo, sin embargo, mediante las contradicciones violentas con sus propias condiciones de vida, declarando la revolución como permanente, y el drama político termina, por tanto, no menos necesariamente, con la restauración de la religión, de la propiedad privada, de todos los elementos de la sociedad burguesa, del mismo modo que la guerra termina con la paz.”

El “pecado” del Estado Revolucionario (de la Nación Política) es, en consecuencia, volver sobre la individualidad al asentarse sobre una noción limitada por los derechos individuales, personales, del Hombre. Aquí reaparece de nuevo la cuestión judía. Porque al igual que el cristiano, el judío no puede reconocer para Marx ningún “derecho humano”. Este reconocimiento es inadmibsible; significaría sacrificar sus “privilegios de fé”. Los derechos humanos son, para Marx, “derechos políticos” que tienen lugar dentro de la comunidad política y entran dentro de la categoría de las libertades políticas. Suprimen, por tanto, la religión. Sin embargo, la ¡Declaración por los Derechos del Hombre de 1791, en su artículo 10 declaraba posible la libertad de culto religioso!. El “privilegio de la fe” se declara derecho humano universal. Marx descubre con pesar que los Derechos del Hombre (Droits d l’homme), en supuesta antítesis irresoluble con los Derechos del Ciudadano (Droits du citoyen) son los derechos del individuo, del hombre burgués, de ese hombre egoísta “separado del hombre y la comunidad”. La misma constitución de 1793 declara (artículo 16) el derecho a la propiedad y a la seguridad sobre la propiedad (16), base de toda libertad individual. Para Marx, esto es intolerable.

Le escandaliza, en particular, el artículo 2 de la Declaración de 1791: “Le gouvernement est institué pouir garantir á l'homme la jouissance de ses droits naturels et imprescriptibles”. La vida política se declara aquí como ¡un medio de la sociedad burguesa, del individuo! …algo que sólo parecerá extraño a un maquiavélico. Ahora bien, Marx advierte sagazmente que la práctica revolucionaria, incluyendo a la guillotina (o la pena capital, en general) se halla en contradicción permanente y fatal con este principio. En este punto, el meollo de la cuestión reside en la esencia del pensamiento dialéctico, que exige la resolución de las contradicciones en una unidad superior (aufheben). Pero esta es un exigencia enteramente metafísica; carece de sentido suponer que, en la realidad, todas las contradicciones son de hecho resueltas en una síntesis suprema. Incluso en la realidad moral, no sólo muchas contradicciones son irresolubles, sino que son moralmente irresolubles como tales. En este sentido, el Individuo siempre entrará en contradicción con el Estado, sin que por ello aquel o éste tenga que ser suprimido en total. Como Hegel, el de Treveris confunde las cosas de la lógica, con la lógica de las cosas.

Decimos que la racionalización de la vida política, llevada a cabo por el Estado Revolucionario, se detiene en los individuos, al eliminar los estamentos, los gremios, las corporaciones y los privilegios. Esta es la gran empresa de la Nación Política, que Gustavo Bueno llama “holización”. La esencia revolucionaria (burguesa) es, por tanto, individualista: “La revolución política suprimió, con ello, el carácter político de la sociedad civil. Rompió la sociedad civil en su apartes integrantes más simples, de una parte los individuos, y de otra parte los elementos materiales y espirituales, que forman el contenido, de vida, la situación civil de estos individuos (…) La incumbencia pública como tal se convirtió ahora en incumbencia general de todo individuo, y la función política en su función general”. Estas partes más simples y esos elementos materiales suyos no pueden ser otra cosa que los individuos y sus derechos propietarios.

El estado revolucionario realiza el paso del Privilegio al Derecho; pero no se libera de la religión, sino que obtiene libertad religiosa. No se libera de la propiedad, sino que obtiene libertad de propiedad. No se libera del “egoísmo de la industria”, sino que obtiene libertad de comercio. Sobre todo, el Estado no se libera del individuo, sino que se asienta en la individualidad política. He aquí el reproche de Marx: “La revolución política disuelve la vida burguesa en sus partes integrantes, sin revolucionar estas partes mismas ni someterlas a crítica. Se comporta hacia la sociedad burguesa, hacia el mundo de las necesidades, del trabajo, de los intereses particulares, del derecho privado, como hacia la base de su existencia, como hacia una premisa que ya no es posible seguir razonando y, por tanto, como antes su base natural. Finalmente, el hombre en cuanto miembro de la sociedad burguesa es considerado como el verdadero hombre, como el homme a diferencia del citoyen, por ser el hombre en su inmediata existencia sensible e individual, mientras que el hombre político sólo es el hombre abstracto, artificial, el hombre como una persona alegórica, moral”.

Toda emancipación es, para Marx, la reducción del mundo humano, de las relaciones, al hombre mismo. El hombre mismo entendido como ser comunal, como especie social (Marx, sin duda, rechazaría el planteamiento pos-especieísta, pos-homocentrista del Proyecto Gran Simio). Esta emancipación sólo se alcanzará mediante la destrucción de la individualidad burguesa, simbolizada por la existencia práctica del judío. Este simbolismo es, de manera nítida, una consecuencia de la pereza en el análisis histórico y de la pura y simple judeofobia teórica:

“¿Cuál es el fundamento secular del judaísmo? La necesidad práctica, el interés egoísta.

¿Cuál es el culto secular practicado por el judío? La usura. ¿Cuál su dios secular? El dinero.

Pues bien, la emancipación de la usura y del dinero, es decir, del judaísmo práctico, real, sería la autoemancipación de nuestra época.

Una organización de la sociedad que acabase con las premisas de la usura y, por tanto, con la posibilidad de ésta, haría imposible el judío. Su conciencia religiosa se despejaría como un vapor turbio que flotara en la atmósfera real de la sociedad.”

Aquí Marx regresa las prohibiciones tradicionales de la usura, condenada como “turpe lucrum” en Nicea, o desarrollada en la teoría de la “laesio enormis”, del código justiniano. ¡Regresa varios siglos en la historia del progreso económico humano!

Marx no deja de reforzar el simbolismo judeófobo, anti-lilberal y anti-individualista de su doctrina: “Tan pronto logre la sociedad acabar con la esencia empírica del judaísmo, con la usura y con sus premisas, será imposible el judío, porque su conciencia carecerá ya de objeto, porque la base subjetiva del judaísmo, la necesidad práctica, se habrá humanizado, porque se habrá superado el conflicto entre ¡a existencia individual-sensible y la existencia genérica del hombre.”

Es evidente que Marx confunde gravemente la causa con el efecto. La usura, el capitalismo, o el dinero no forman parte de la “esencia empírica del judaísmo”, sino que son creaciones históricas de la misma humanidad, prácticamente universales, trascendentales a muchas religiones, culturas y naciones. ¿Acaso todos los usureros son judíos? ¿Eran judíos los antiguos griegos, los fenicios o los romanos? ¿Es que los banqueros genoveses que prestaron dinero a nuestras empresas imperiales españolas eran, en el fondo, “judíos prácticos”? En efecto, el delirio marxiano (filosófico e histórico) llega a establecer como un factum el “señorío práctico del judaísmo sobre el mundo cristiano”.

Semejante disparate corona toda una teoría completa de la emancipación humana, basada en prejuicios judeófobos que puede sintetizarse bien así: “La emancipación de los judíos es, en última instancia, la emancipación de la humanidad del judaísmo”.

Es evidente que Marx utiliza la metáfora judeófoba como velo para criticar el capitalismo privado de la “sociedad burguesa” que “engendra constantemente al judío en su propia entraña”. Se mire por donde se mire, la judeofobia es un vector sin el cual no es explicable la teoría marxiana de la emancipación.

El dinero, muy significativamente, es el “Dios celoso de Israel”; “El dinero es el valor general de todas las cosas, constituido en sí mismo. Ha despojado, por tanto, de su valor peculiar al mundo entero, tanto al mundo de los hombres como a la naturaleza. El dinero es la esencia del trabajo y de la existencia del hombre, enajenada de éste, y esta esencia extraña lo domina y es adorada por él (…) La letra de cambio es el Dios real del judío. Su Dios es solamente la letra de cambio ilusoria.”

Para reforzar la autoridad de sus argumentos Marx llega a citar, a ¡Thomas Müntzer!: “es intolerable que se haya convertido en propiedad a todas las criaturas, a los peces en el agua, a los pájaros en el aire y a las plantas en la tierra, pues también la criatura debe ser libre”.

El delirio judeófobo continúa. En primer lugar, Marx vuelve a confundir la esencia del judaísmo con sus accidentes históricos. El judaísmo existe, de hecho, mucho antes de las “letras de cambio”, así como los judíos existen mucho antes del geto, y esto sin perjuicio de que todos estos hechos se hayan incorporado a la historia de los judíos, sin los cuales esta misma historia se volvería incomprensible. Pero el capitalismo no es el “espíritu práctico de los judíos”, ni de los contagiados cristianos, sino una forma de organización social y económica genérica, común hoy a cristianos, budistas, judíos y no pocos islamistas. Es evidente que el triunfo del capitalismo liberal no representa, en absoluto, “El señorío práctico del judaísmo sobre el mundo cristiano”, o sobre el mundo en general, sino únicamente el triunfo de un conjunto de ideas razonables sobre la organización jurídica, social y económica de la sociedad. En segundo lugar, la idea de que todo en el “capitalismo” tiene un precio, donde el dinero es “el valor general de todas las cosas”, no es mucho más que un fragmento de superstición socialista. No todo tiene un precio, un valor de cambio, en las sociedades burguesas o en aquellas donde existe al menos algo de capitalismo privado. La sociedad humana ni tan siquiera se puede reducir al intercambio, como reprochaba Mauss a Levi-Strauss. Mucho menos al intercambio económico. Por “burguesas” y “capitalistas” que sean las sociedades, existen objetos (no digamos ya personas…) que se sustraen a todo tipo de intercambio: “junto a las “cosas”, junto a los bienes, servicios y personas que se intercambian, se encuentra todo lo que no se dona y no se vende, y que es igualmente objeto de instituciones y de prácitcas específicas que constituyen un componente irreductible de la sociedad como totalidad, contribuyendo igualmente a explicar su funcionamiento como un todo” (Marcel Mauss, Ensayo sobre el don).

En resolución, la lectura de Sobre la cuestión judía refuerza, y no debilita, nuestras ideas previas acerca de la judeofobia teórica del marxismo. No toda teoría, por otra parte, debe traducirse en una práctica concreta; pero es evidente que la judeofobia teórica de la izquierda marxiana de hecho sí implementó una judeofobia práctica (Wagner mismo, por ejemplo, tuvo muy buena noticia de estos textos). Sin embargo, esto constituiría material para un estudio nuevo.

Wagner, la cuestión judía y el “arte comercial”

Gracias a la recomendación del genial autor de Eukharistia, he podido llegar a unos textos de Richard Wagner en donde se trata de la cuestión judía y su relación con el arte comercial. Debo decir que estos textos se encuentran entre los (moral y también filosóficamente) más repulsivos que he tenido ocasión de leer en mi vida. Aquí y aquí.

Wagner comienza lamentándose por las “ilusiones liberales” que llevaron a considerar el igualitarismo de judíos y alemanes. Frente a este pasajero anhelo de libertad, el músico alemán insiste ahora en la “repulsión íntima que se manifiesta en el pueblo contra el espíritu judío”. La judeofobia de Wagner, por supuesto, no es otra cosa que anticapitalismo disfrazado. Esta íntima repulsión del pueblo alemán perseverará “mientras que el dinero siga siendo la potencia contra la cual se estrella nuestra actividad”. Es decir, mientras exista el mercado. Wagner reproduce el comportamiento típico del artista buscador de rentas, del “pobre” artista que no puede componer si no es rodeado de telas de seda. Y las rentas de hecho logró acapararlas gracias a la ayuda de un príncipe enloquecido y amanerado: Luis II de Baviera, así como exprimiendo a otros banqueros y aristócratas de ánimo “revolucionario”.

Apelando al saber legítimo de las cosas, y especialmente de las cosas del arte, Wagner denuncia la “judeización” del arte. Es decir, denuncia la capitalitalización del arte, la apertura del arte a un mercado que sólo podría estar compuesto por “hastiados” burgueses muy alejados de la verdadera vida estética. El judío, por el contrario, simboliza al “demonio enemigo del arte”, pues él ha convertido esta noble técnica en mero “tráfico comercial”. Conjuntamente al rechazo del arte comercial, el rechazo del fenómeno de la moda condenada como “gobierno de la exterioridad”, fruto amargo de los nuevos “traficantes de la cultura”, franceses y judíos liberales.

Wagner pertrecha sus críticas al “arte judío” en ideas románticas sobre una participación casi mística en la “comunidad histórica”, de la cual brota el auténtico arte. “El judío solamente puede repetir, imitar”, pero no “crear” verdaderas obras de arte. La estética romántica funciona aquí a pleno rendimiento, con su típica tensión entre la individualidad genial y las fuerzas irresistibles de la comunidad o del “alma del pueblo”.

La individualidad, para los románticos, no es cosa reservada a las personas y ciudadanos corrientes, sino sólo a los sublimes hermeneutas intérpretes del “espíritu del pueblo”. Como era de esperar, a Wagner le resulta comprensiblemente repugnante que, a pesar de la supuesta impotencia artística del judío, sin embargo haya conseguido “imponerse al gusto popular”. ¡Un corolario necesario a su mentalidad anti-capitalista!

Lo que es más grave. Richard Wagner no proporciona, en sus críticas, ninguna razón estética-artística objetiva, medianamente sólida o incluso inteligible; su rechazo del “arte judío” se basa por entero en un batiburrilo de prejuicios raciales, pensamientos populares y consideraciones en extremo vagas y confusas sobre el “lenguaje de la música” en supuesta conexión con el temperamento de los artistas (y en la medida en que este temperamento está moldeado por esa alma popular). Bajo los graves cortinajes románticos y los trompetazos retóricos de la estética del genio, lo único que Wagner puede suministrarnos es un conjunto de argumentos estúpidos y rabiosos en contra del arte comercial. Todo esto, por supuesto, no dice nada en contra (aunque tampoco a favor) de la calidad estética y artística de la obra wagneriana, pero sí dice mucho contra la inteligencia filosófica del propio Ricardo Wagner; y vuelve a traernos las inmortales palabras de otro “genio” germánico de talante bien distinto: Goethe:

“Escultor, esculpe y no hables”.

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