Rucci y la asociación ilícita de los terroristas. Los crímenes de lesa humanidad

Por Ernesto Poblet
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SICARIO: Asesino asalariado
VANDALISMO: Inclinación a destruir y desvastar todo o a promover escándalos sin respeto ni consideración a los demás.
ESBIRRO: El que sirve a una persona que le paga para ejecutar actos de violencia o desafueros. Oficio de prender a las personas o ejecutar personalmente órdenes de quienes los mandan desde una organización.
SECUACES: Personas que siguen con fanatismo a alguien, un partido o una opinión.
Como si se tratara de una consigna dogmatizada la Argentina ha caído víctima de una banda de secuaces del rencor. Proclamaba el Che Guevara su muy curiosa pasión: “El odio como factor de lucha, el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta y fría máquina de matar...”. Habría que preguntarle a aquel extraño personaje que adoraba la muerte para qué estudió medicina en su país y terminó convirtiendo su juramento hipocrático en una violenta y fría máquina de matar.
Estos terribles esquemas penetraron en una sección enferma de la sociedad latinoamericana. No vivió la región guerras brutales con millones de muertos como la de Hitler, la del Pacífico o la contienda civil de nuestra amada España. En ninguno de los tres casos -no obstante sus colosales dimensiones- se dio un fenómeno de tantas y perseverantes persecuciones fogoneadas por el odio guevariano, tal como sucedió tras las secuelas de los fatídicos acontecimientos de los años setenta en este subcontinente de la América del Sur.
La cruda dictadura instaurada en 1976 se encaminó a “redistribuir” el poder en porciones del 33 % para cada sector de las fuerzas armadas, lo cual significó un quiebre absurdo de la república, confundiéndosela prácticamente con el accionariado de una sociedad anónima esbirrizada. Tenues fueron las diferencias con el connubium Kirchner salvo el descarado 33% de los militares golpistas. Los Kirchner y sus aliados, a fuer de soberbios como los uniformados del golpe, procedieron a repartirse el poder mediante otra asociación ilícita violatoria de las más elementales normas jurídicas que componen un estado de derecho.
El sistema absolutista de los militares fue proclamado bajo el argumento real de la invasión de los montes tucumanos por parte de esbirros y sicarios enviados por el castrismo cubano. El mismo que a su vez se constituía en esbirro y sicario de la Unión Soviética implicándose en el marco de la Guerra Fría. Los Kirchner persisten en detentar la suma del poder público amparándose en una fantasmal emergencia económica y -ya que estamos- en defensa contra el remanido peligro del imperialismo yanqui.
Este esquema no ha sido del todo original pues ya lo usaron -y lo usan- casi todos los dictadores desde el más remoto pasado aún con pelajes diferenciados entre zurdos y derechosos. Obsérvense las conductas delirantes de Trujillo, Somoza, Kim Il Jong, Chávez, Correa, Evo Morales, Ortega y Ahmadinejab.
Los poderes constitucionales de la República Argentina -vigentes a pleno desde 1983 hasta el golpe de estado del conurbano bonaerense acaecido el 20 de diciembre de 2001- supieron manejar civilizadamente los acontecimientos resultantes de la agitada década del setenta. Nada objetable acerca de las sentencias de la Cámara Federal que juzgó y condenó a los comandantes, a los que dieron las órdenes aberrantes y demás sanciones. Dentro del país y en el mundo se celebraron las soluciones adoptadas por aquella democracia que prestigiaba a la nación en el consenso internacional.
A pesar del malogrado final inflacionario el presidente Alfonsín no había perdido la simpatía de distintos sectores de la comunidad nacional y extranjera. Los indultos del presidente Menem se dictaron en el marco de la más detallada institucionalidad al igual que la conducta del Congreso y el entonces Poder Judicial independiente que no sufrió las trampas del actual Consejo de la Magistratura. Transcurrieron así casi dieciocho años de pacífica vigencia de las normas constitucionales y legales.
Con la experiencia vivida, tres errores graves se le pueden reprochar a la reforma constitucional de 1994: la abolición del sistema de colegio electoral por el cual las provincias perdieron su protagonismo en favor del amorfo conurbano bonaerense; la creación del inoportuno y “reformado” Consejo de la Magistratura que terminó por destruir la independencia del poder judicial en manos de los esbirros Conti, Kunkel y demás aliados. Por último, la ocurrencia del tercer senador que terminó por desvirtuar la homogeneidad de la representación de cada provincia. Nuestras provincias siempre han sido entidades unívocas representadas en el Congreso tan sólo por los dos senadores.
La conjunción de estos tres factores erróneos encaminó a adulterar el equilibrio de los poderes en el orden federal. Por un lado la asunción de la suma del poder público pergeñada por el matrimonio Kirchner y la muy impune -al menos por ahora- asociación ilícita constituída por los distintos grupejos del terror jacobino.
Se terminó por abolir o dejar sin efecto grandes y sagrados derechos dogmáticos de la Constitución de 1853. Ya no rigen ni la irretroactividad de la ley penal, ni la cosa juzgada, ni el “non bis in idem”, ni la independencia de los jueces o la autonomía de las provincias o del Banco Central. Y se discrimina mañosamente entre el terrorismo de estado y el terrorismo utilizado arteramente por las bandas privadas.
Las patotas gansteriles ganaron la calle con sus vándalos violentos protegidos e impunes mientras las pacíficas protestas del agro son perseguidas y procesados sus organizadores. Los criminales reincidentes sólo atraviesan puertas giratorias en los juzgados. Los violadores seguidos de muerte sólo frecuentan las cárceles por períodos vacacionales. Los héroes de la lucha contra la inseguridad son encerrados como presos políticos del régimen (Smart, Patti, etc.).
La sangre de Dantón cayó sobre su verdugo Robespierre. No esperaba el implacable guillotinero de Arras la pronta venganza de sus propias mañas. Los Firmenich, Bonasso, Verbitzky, Garré, Taiana y demás asociados para romper la paz de los casi dieciocho años de democracia que feneciera en diciembre de 2001, ya se encuentran vislumbrando los negros nubarrones prestos a precipitarse sobre sus cabezas.
La espantosa cizaña abierta por los Kirchner y sus secuaces para procurarse el mísero 2% del electorado tradicional de la izquierda irracional -petulante violenta y chillona- se les vuelve en contra a través de la imparable revisión de un criterio trastornado e inventado por los mismos terroristas argentinos.
El doctor Luis Moreno Ocampo, fiscal de la Corte Internacional de La Haya, orgullo de magistrado argentino luciéndose en tan augustos foros, se ha expedido categóricamente y sin dejar resquicios de dudas. Los crímenes de guerra contra la humanidad no son sólo los que se cometen desde el Estado, también pueden ser declarados de “lesa humanidad” los cometidos por particulares o bandas de particulares.
Los procesos contra los terroristas setentistas se impulsan desde la CGT. Bonasso ha admitido públicamente la responsabilidad por el magnicidio de Ignacio Rucci. Lo reconoció en términos de primera persona del plural involucrando así a toda la asociación ilícita que armaron para constituirse en sicarios, vándalos, esbirros y secuaces del dogma proclamado por el Che Guevara para la adoración del odio, el rencor, el resentimiento, la violencia, el ensañamiento y el sadismo.
La señora Fina Cepeda, joven madre, de mi afectuosa amistad, trabajaba en YPF y circunstancialmente se encontraba en el departamento de Policía y pasó a integrar la masacre provocada por la bomba de los terroristas que mataron más de treinta seres humanos solamente en ese acto genocida. Su muerte no me inspiró los odios guevarianos pero sí el deseo de la justicia. Nunca he sentido la sed de la venganza y no me interesa ver a los Bonassos o Verbitzkys entre las rejas comunes.
Pero mi amiga Fina, la jovencita Lambruschini, el héroe Larrabure, Viola y su hijita y los cientos o miles de masacrados por los terroristas merecen su reparación histórica. Las heridas habían cerrado durante los dieciocho años antes que aparecieran por la ventana los rencorosos santacruceños inflacionistas, elegidos por un dedo y sin elecciones internas. Dijeron traer “convicciones” que -por cierto- jamás votaron sus sufragistas del peronismo abordado, salvo el magro porcentaje de los ilícitamente asociados para el vandalismo, la muerte y la venganza anacrónica.

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